Antes de que Roma plantase sus pies en el peñasco segoviano ya debió haber allí un castro celtíbero que daría su primer barniz “carpetovetónico” a la estampa del Alcázar. Si de la ciudad romana no queda casi nada, frase un tanto sorda considerando la envergadura del Acueducto, su importancia estratégica hizo pronto de Segovia un enclave privilegiado para los monarcas castellanos. Con ellos vino la repoblación y un desarrollo económico que se extendería entre los siglos XII al XV merced al mercadeo de la lana y la manufactura de paños. Al aire de esta riqueza se prodigaron las comunidades de cristianos, judíos y moriscos, y un poco entre todos dotaron a la ciudad de un magnífico patrimonio cultural y artístico.

 

De todos los reyes que cuidaron de ella, uno destacó casi como un enamorado: el rey Enrique IV. Si en Segovia habían lidiado sus intereses los trastámaras castellanos y aragoneses, también lo harán allí el rey Enrique y la princesa Isabel. En diciembre de 1474 llegaba la noticia de la muerte de Enrique en Madrid, la princesa Isabel se proclamaba reina de Castilla en San Miguel de Segovia. Allí mismo, un mes después, firmaba con Fernando de Aragón una Concordia para gobernar un nuevo proyecto político que nacía en Segovia: la España moderna.

 

El último empujón del parto también tuvo a la ciudad entre sus protagonistas. Fue a golpe de cañonazos cruzados entre las torres del Alcázar y la de la entonces vecina catedral románica. Sólo cuando los Comuneros fueron derrotados, el emperador Carlos V fue verdaderamente Carlos I, el primer rey de España.

 

Les proponemos un recorrido intramuros cargado de historia y desde luego de arte. Esta ciudad, Patrimonio de la Humanidad, es un estrecho cofre que conserva algunos de los más bellos monumentos del país, empezando por los pies en su Acueducto y terminando en la cabeza de su Alcázar.

 

Equipo Vademente