Aquello de que Madrid es un “poblachón manchego” lo enunció Mesoneros Romanos y tuvo tirón. Rápidamente formó parte de una forma de percibir una ciudad perdida, a pesar de su capitalidad, en cierto aire popular y desordenado, no sólo en sus usos sino en sus aspecto. El “poblachón mal construido, en el que se esboza una capital”, esta vez en palabras de Azaña, comenzó un proyecto en el siglo XVIII, prolongado en el XIX, que le diera rasgos verdaderamente capitalinos. Pero los tiempos, la molicie y los intereses lo dejaron sólo en eso, en “esbozo”.
Cuando la primera triada de Borbones españoles, especialmente Carlos III, quisieron hacer de aquella Villa su Corte, pusieron manos a la obra en transformarla. La más noble arquitectura, aquella que los griegos y romanos ordenaron, enunciaron y desarrollaron, había de ser la más conveniente para tal trasmutación. De las pragmáticas obras carolinas, dedicadas a ser sedes de gremios, de nobles o de servicios públicos, hasta el los simbólico nuevos espacios políticos y económicos del siglo XIX, la arquitectura clasicista se filtro entre los muros de ladrillo, mampuesto y escayola dándole un cierto aire menos eventual y más inmutable.
A ratos, y en rasgos, Madrid parecía una capital occidental al mirar el pórtico del nuevo Congreso de Diputados, el de la Bolsa de Comercio o el hemiciclo despejado de la Puerta de Sol presidido por la Real Casa de Correos. Pero poco más que un salpicado clasicista que aislado resultaba efectivo pero era raro en su contexto. Muchos proyectos se quedaron en papel, otros se concretaron y muchos se perdieron y transformaron, unas veces para bien y otras veces no tanto. El resultado un buen intento que logró en buena medida transformar la vieja Villa.
Equipo Vademente
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Madrid neoclásico, transformando la vieja Villa
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