De un modo similar a las tierras sorianas y segovianas, la zona norte de la actual provincia de Guadalajara se consolidó tras la conquista cristiana como Comunidades de Villa y Tierra. Sólo unos pasos al sur los señoríos eclesiásticos y nobiliarios ofrecían un panorama diferente, pero aquí aún se mantuvo el buen hacer de Alfonso VI, su hija Urraca y su nieto Alfonso VII. Fue este último el que dio fuero a estas tierras y con ello alentó el desarrollo de una comunidad que pronto ofreció sus frutos en el lenguaje artístico de la época: el Románico.

 

“La peña muy fuert” que menciona el Cantar de Mio Cid, cuando narra el paso del burgalés por estas tierras en su destierro, sigue siéndolo hoy. Cierto que el castillo roquero sufrió el menoscabo del tiempo, aunque aún espanta la verticalidad de su torre del homenaje cortada sobre el vértice del risco. A sus pies la villa mantiene su esencia medieval, sus iglesias románicas, aunque la principal sea un magnifico edificio renacentista. Es además una de esas ciudades fieles y “patrióticas” desde que salvó de los leoneses al aún niño Alfonso VIII, o cuando sirvió de cuartel al Empecinado durante la Guerra de Independencia.

 

 

 

En las tierras de su entorno aún se esconden ejemplares perdidos y sorprendentes de un románico rural cargado a veces de cierta ingenuidad y otras de sofisticada belleza. Un periplo algo montaraz, por una comarca remota y casi despoblada que quizá por ello aún conserva cierta autenticidad.

 

 

Equipo Vademente